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EL BARÓN BOURDIEU

«Un solo instante puede cambiarlo todo».

Guada descubre gracias a un periódico que el padre de su hija es Barón y tiene un castillo.

Tras casi ocho años buscándolo para lograr cumplir una promesa, Guada decide dar el paso y viajar hasta Bélgica con la pequeña Balbi.

La estricta vida de Louis Bourdieu III, Barón y un importante hombre de negocios, se ve alterada la fría mañana en la que una mujer y una niña se cuelan en su castillo.

Una promesa, una niña idéntica a él, una mujer valiente que no hace más que desafiarlo, y multitud de preguntas sin responder.








Lee el primer capítulo

Prólogo

Luz, color, cosas bonitas y alegres. Así era como yo imaginaba mi futuro.

Cuando somos niños nos permitimos alas, volar hasta donde nuestra imaginación nos lleve. Nunca nos detenemos a pensar que al otro lado de donde se refleja esa luz refulgente existen sombras, y los tonos se vuelven grisáceos. La inocencia nos empuja a desvirtuar la realidad, a crearla a nuestro antojo, concibiéndonos en una vida perfecta donde todo fluye con la misma naturalidad y belleza de un riachuelo de aguas transparentes, cuya corriente lo guía y arrastra sin impedimento alguno hacia su destino.

Yo soñaba con ser una princesa que vivía en un castillo con su príncipe. Siempre me saltaba la parte en la que nos conocíamos y nos enamorábamos porque yo lo daba por hecho, y porque yo me sentía tan dueña del castillo como él. Recuerdo las tardes que jugaba en mi cuarto adecentando a mi muñeca, preparándola para acudir al gran baile que tendría lugar en el salón principal del castillo. En casa no sobraba el dinero, y yo me las ingeniaba para convertir cualquier trozo de tela en un precioso vestido. Gasas, forros, lana…, cualquier tejido me servía para convertir a Balbina en una princesa de cuento. Elegí aquel nombre para ella porque me enamoré de él nada más escucharlo en una serie de dibujos que daban en la tele, y porque no quería que nadie, sobre todo mi hermana Gema, supiera que aquella muñeca era una representación de mí. ¡Qué ilusa, como si yo hubiese sido la única en verse reflejada en una muñeca!

Gema era la mayor de las dos, había convencido a nuestros padres para hacer de un pequeño trastero que teníamos en el patio trasero de la vieja casa su habitación, aunque le gustaba pasarse por mi dormitorio, que antes compartíamos, para burlarse de mí cuando me veía jugando. Apenas nos llevábamos tres años de diferencia, pero, por aquel entonces y a esa edad, era todo un mundo el que nos distanciaba. Eso, y el hecho de que fuéramos tan distintas como la luna y el sol, como la sed y el agua. Ella era la luna, yo era la sed.

Gema estaba entrando en la adolescencia, esa etapa en la que la familia es el enemigo a batir y uno se cree el culo del mundo. Ella ya había empezado la ESO en el instituto que estaba a varios kilómetros de casa cuando yo todavía estudiaba primaria en el único colegio que había en el pueblo. Ella ya salía con amigas y tonteaba con chicos cuando yo aún era la mojigata que jugaba con una muñeca y un oso de peluche porque mis padres no podían permitirse comprarme un muñeco acorde con Balbina. Éramos distintas en todo, incluso en la forma de vestir. Yo la veía salir con sus vaqueros mientras yo seguía llevando los vestidos de cuello cerrado con cremallera a la espalda que me cosía mi madre. Ella era morena y delgada, yo castaña y regordeta; ella era dulce, yo la terca y contestona. Mis padres, así como el resto de mi familia o los vecinos, la veían como la hija perfecta, la joven comedida, elegante, prudente… Lo que ninguno sabía era que ella les decía lo que ellos querían oír y que, a escondidas, hacía lo que venía en gana. Yo estaba al tanto de todo, y veía cómo ella les desobedecía o se convertía en la hermana cizañera y pesada cuando ellos no la veían. No recuerdo una sola vez en la que ella no se librara de las broncas, una consecuencia más de ser el ojito derecho de mi padre, y si algo se rompía o no estaba bien hecho, era yo, la «Trasto», como ella me llamaba, quien cargaba con todas las culpas.

Durante un tiempo me propuse ser como ella, darle la razón a todo el mundo para luego hacer lo que quisiera, pero mi carácter me lo impedía y acababa haciendo lo que se esperaba de mí: quejarme con valentía. Gema tenía una innata capacidad para salirse con la suya y enmascarar la realidad. Tenía verdadera maestría en mostrarles su mejor sonrisa, en hacerles la pelota sin que se dieran cuenta y en darles a entender que no desobedecía una sola orden que le daban. A mí me fue del todo imposible. Yo era incapaz de refrenarme cuando veía una injusticia o que se faltaba a la verdad, y me enfrentaba sin miedo a quien fuese necesario para defenderla. Ella era la hija predilecta; yo era la rebelde, la oveja negra de la familia.

Con el paso del tiempo yo también llegué a la adolescencia. Dejé a Balbina de lado y comencé a salir con mis amigas, a conocer el mundo real. Pronto me di cuenta de que aquel nada tenía que ver con el mundo que yo había imaginado durante tantos años. Los chicos que conocí no tenían nada de príncipes, y los únicos bailes a los que acudía eran los de la discoteca. Los castillos eran de arena y tan solo la fuerza de una simple ola a su llegada a la orilla era suficiente para derribarlos. La niña que años atrás solo veía luz y color, empezó a descubrir que también existían sombras.

Resulta curioso cómo los sueños que nos forjamos de pequeños se desvanecen con el paso del tiempo. Las horas de estudio, las peleas con las amigas, las rupturas, el desamor… forman parte de la primera cruda realidad a la que nos enfrentamos al abandonar la niñez. Luchamos contra ella para intentar salvarlos, pero la mayoría de las veces nos vemos obligados a esconder esos sueños, a dejarlos en un mero rincón de nuestro interior, a relegarlos de la importancia que en su día tuvieron para limitarnos a guardarlos en el cajón de los recuerdos.

La vida es tan misteriosa que no nos permite conocer cuál será nuestro destino. Tal vez ahí radique su magia, en conferirnos instantes despiadados, para que después aprendamos a valorar los momentos maravillosos que nos regala.

Sobrellevar cada uno de ellos se convirtió en verdad en mi gran desafío. Solo así lograría desempolvar aquellos sueños que un día guardé en el cajón de los recuerdos con la esperanza de hacerlos realidad. Yo soñaba con un castillo, con un príncipe, y con grandes bailes…

 

 

Capítulo 1

—¿Puedes acercarte? —me preguntó Gema desde la cama. Su tenue voz sonaba tan débil como lo estaba ella.

—Estoy demasiado ocupada con la vida de los famosos —me excusé con una revista del corazón en las manos. En realidad, no me interesaba nada lo que estaba viendo, pero era mi forma de eludir la dichosa conversación que ella se empeñaba en mantener.

—No tenemos mucho tiempo —argumentó.

—No digas eso, por favor —le pedí cerrando los ojos. Fue un acto reflejo por el dolor que sentí al escucharla.

Pero ambas sabíamos que estaba en lo cierto, que probablemente aquella fuera la última mañana en la que estaríamos juntas y, solo de pensarlo, el pecho se me contrajo hasta dejarme casi sin aliento.

Mi hermana lo era todo para mí, era mi mundo y la pieza que me complementaba en todos los sentidos. Por eso no dudé en marcharme con ella a la ciudad cuando nuestro padre la echó de casa. No podía dejarla sola, y menos por un motivo tan injusto y bonito como lo fue quedarse embarazada.

Miré a Balbina que dormía en su cunita a nuestro lado. Era un bebé precioso de piel tostada y pelo negro de apenas seis días de vida.

Aún recuerdo cuando, aquella noche frente a la televisión, Gema se acariciaba su abultada barriga y me comunicaba que había escogido el nombre que yo le había puesto a mi muñeca para su hija. Esa misma tarde le habían hecho una ecografía y supimos que sería una niña. Lloré de emoción, ambas lo hicimos mientras nos referíamos a Balbi como nuestra muñeca y planeábamos cómo la criaríamos y la veríamos crecer juntas. Teníamos muchos planes, toda una vida por delante para llevarlos a cabo, de no ser porque el maldito destino nos tenía reservada una maquiavélica sorpresa.

Ya durante el embarazo el médico nos advirtió que existía un grave riesgo para ella. Para nuestra desazón no se equivocó, y el parto fue muy complicado. Gema siempre lo tuvo claro: lo primero era su bebé. El corazón se me partió en dos cuando supe su elección. Había escuchado durante toda mi vida que el amor más incondicional que existía era, precisamente, el de una madre hacia su hijo, pero de un modo que no logro explicar, tal vez egoísta, no pude entender que escogiera la vida de Balbi antes que la suya propia. Gema decidió seguir adelante con el embarazo pese a los riesgos y a mi insistencia, y la niña nació a primeros de mayo sana y preciosa. La salud de mi hermana, en cambio, empeoró a pasos agigantados.

—Guada, tenemos que hablar.

Que me llamara así y no Trasto, como solía hacer, me hizo ver que hablaba en serio.

Gema llevaba días intentando hablar conmigo, lo hizo incluso la noche anterior al parto. Pero yo me negué a escucharla. Aquello no era más que la antesala de una despedida, y yo aún no estaba preparada para separarme ni despedirme de ella. No podía ni quería imaginarme un futuro en el que ella no estuviera, en el que dejaríamos de ser un equipo para acabar siendo una unidad, un solo miembro que tendría que afrontar de manera individual todo lo que viniera por delante, mientras debía soportar la soledad y ver cómo los planes se truncarían por culpa del maldito destino. No, no quería mantener aquella conversación, porque negarme a tenerla era mi forma de alargar el tiempo, como si al hacerlo impidiera su marcha, como si con ello lograra concederle a mi única hermana más días de vida, y no quedarme con aquella desoladora sensación de vacío y abandono que ya empezaba a desgarrarme por dentro.

—Ven aquí —susurró ofreciéndome su mano.

Había llegado la hora, y ambas lo sabíamos.

—Baja la voz, no quiero que te oigan —bromeé nerviosa, pues apenas se la escuchaba. El humor siempre había sido mi escudo frente a los peores momentos.

Arrastré el sillón hasta ella, la cogí de la mano y expulsé el aire que llevaba un buen rato reteniendo, dispuesta a afrontar lo que llevaba días negando.

—Ya he hablado con la trabajadora social —soltó de pronto. Las dos teníamos una clara tendencia a ir directas al grano—. Está a punto de llegar y quería que estuvieras preparada.

—Así que esto es una encerrona. Podría demandarte por ello —me burlé, pese a que en ninguna de las dos hubo un triste amago de sonrisa.

—Quiero que tú seas la madre de Balbi.

Podía notar el escozor en los ojos y cómo un nudo se afianzaba en mi garganta.

—Debes estar delirando porque sabes que soy un trasto, tú misma me pusiste el mote.

—Sé perfectamente cómo eres, y por eso sé que no hay nadie mejor que tú en este mundo para hacerse cargo de ella.

Su confianza me abrumó y me encogió el corazón. Desde que conocimos la noticia intuí que ella haría algo para no dejar ningún cabo suelto, que se aseguraría también de que Balbi tuviera todos los papeles en regla, aunque no fui consciente hasta ese momento de que era a mí a quien se lo estaba pidiendo.

Miré a mi sobrina con el corazón latiéndome con fuerza, la misma que Gema me había demostrado con cada una de sus palabras. De pequeñas éramos muy distintas, pero, con el paso del tiempo, ella se había convertido en mi referente y en la mejor amiga que pudiera desear.

—En el fondo te agradezco que confíes tanto en mí —confesé.

—¿Confiar? Guada, nunca te ha dado miedo enfrentarte a quien hiciera falta para defender lo que es justo y eso te convierte en la persona más valiente que he conocido.

Alcé las cejas sorprendida. Era la primera vez que me decía algo así y me costaba creerlo.

—No me mires así —me pidió—. Todo lo que he dicho es cierto. Si no, ¿por qué te crees que me metía contigo de pequeña?

Subí tanto las cejas en ese momento que casi las pude sentir rozando la raíz del flequillo.

—Porque eres cizañera por naturaleza —respondí, confiando en que esa era la única verdad. Al menos así lo había creído durante mis diecinueve años de vida.

—Te envidiaba —confesó aguantándome la mirada.

Incluso allí acostada, y en su estado, seguía siendo tan guapa como lo había sido siempre. Sus rizos negros caían a ambos lados de su cara, enmarcándola como en un cuadro de Goya.

—¿Por qué? —La pregunta apenas salió de mi garganta.

—Porque eras pura alegría, un ser de luz, y yo no lo soportaba. Siempre sonreías e irradiabas felicidad por donde quiera que ibas. Ponías el corazón en todo lo que hacías sin importarte lo que opinaran los demás, sin temor a nada ni a nadie, y eso me acojonó. Temí perder mi trono, que tu forma de ser anulara la mía y que no me quisieran como te hubieran querido a ti. Por eso hice todo lo posible para demostrar que yo era su mejor opción, la mejor hija que nuestros padres podían tener. Tú siempre has sido más fuerte que yo, y por eso empecé a meterme contigo. Incluso lo hice con tu físico aun a sabiendas de que eras el patito feo que algún día se convertiría en cisne, como así fue —añadió bajando la mirada hasta mi cuerpo y hasta donde le alcanzaba la vista.

—Jamás pensé que sintieras todo eso por mí —reconocí entre sollozos—. Siempre me he sentido en inferioridad a ti en todo, acomplejada incluso a tu lado por mi físico.

—Eres preciosa, Guada, siempre lo has sido. Eres una curvy que está tan de moda ahora, mientras que yo soy plana y recta como una tabla de planchar. Pero lo que más me gusta de ti y lo que más bella te hace no son tus curvas, sino tu humildad y nobleza. Eres honesta, valiente, y mucho más lista que yo.

—Esa última parte es la única que te había escuchado decir.

—¿Ves? Ni diciéndote todo lo que te he dicho te mueve el orgullo, como a mí. Por eso sé que no hay nadie mejor que tú para cuidar de Balbi. Aunque antes, necesito que me perdones. Que perdones todas las veces que me he metido contigo, que me he burlado de ti o que…

—Para —la interrumpí—. No tengo nada que perdonarte.

—Pero necesito que lo hagas. Solo así, podré irme tranquila.

Nunca el verbo «ir» me había dolido tanto como en aquel instante.

—No es justo, no es justo —sollocé con la cabeza hundida a un lado de la cama.

Sentí su mano acariciándome el pelo.

—La vida tiene momentos que no lo son —susurró.

—¿Por qué lo hiciste, Gema? —le reproché mirándola con los ojos empañados en lágrimas—. ¿Por qué la escogiste a ella y no elegiste salvarte tú? ¿Por qué fuiste tan egoísta?

No podía dejar de llorar, en su elección no entraba yo ni en lo mucho que la añoraría. ¿Cómo podría vivir sin ella? ¿Cómo iba a criar a una niña yo sola si en la práctica todavía necesitaba que cuidaran de mí?

—Guada, salvarla a ella es el gesto más generoso que podía tener. No lo veas así.

—¿Y cómo pretendes que lo vea? —mascullé dejándome llevar por la rabia y el dolor—. Me dejas sola con ella, y yo te quiero a ti, te necesito a ti, Gema. No puedes hacerme esto.

—Sé que algún día lo entenderás, y verás que Balbi es el mejor regalo que podía concederte.

Fui incapaz de pronunciar una sola palabra más, y me abalancé sobre ella para abrazarla. Con cuidado de no hacerle daño, comencé a besarla, por la cara, por la frente, por el pelo…

—Abre el cajón de la mesita —dijo de pronto.

La miré extrañada y ella se apresuró a responderme.

—Antes de que llegue la trabajadora social, debo pedirte una última cosa. En el cajón hay dos sobres. Acércamelos.

Obedecí y le entregué aquellos sobres. Solo vi que en el primero estaba escrito el nombre de Balbina.

—Quiero que le des este sobre a Balbi cuando tenga la edad suficiente para entenderlo. Confío en ti y sé que sabrás cuándo será el momento adecuado para hacerlo.

Un simple instante puede cambiarlo todo, puede modificar nuestro rumbo y marcar nuestro destino. El mío cambió para siempre cuando Gema me entregó aquel sobre. Yo, Guadalupe Adsuar, valenciana de nacimiento, a punto de cumplir veinte primaveras y sin haber vivido en carne propia un embarazo, iba a ser madre de mi propia sobrina, a la que debía criar como su madre y no como su tía, que era lo que biológicamente era.

Miles de pensamientos se me agolparon en la mente. Imágenes, preguntas, dudas, miedo, desconfianza, orgullo, tristeza. Una vorágine de sentimientos que aceleraron mis latidos y me contrajeron el estómago.

—Voy a ser madre —susurré sin poder apartar la vista de aquella tinta azul sobre un sobre blanco que acababa de marcar mi destino y mi futuro.

—Y lo harás de maravilla. Quiérela por las dos —me rogó echándose a llorar.

Me rompí en mil pedazos al verla.

—Lo haré, te doy mi palabra.

Volví a abrazarla. Ella respondió a mi abrazo, y ambas lloramos, apoyándonos la una en la otra, siempre juntas, como llevábamos haciéndolo los últimos años. Hasta que, de nuevo, Gema volvió a cambiar el rumbo de la situación. El tiempo jugaba en nuestra contra.

—Aún me queda un último favor que pedirte —me señaló ofreciéndome el segundo sobre.

 —No pienso traerte al enfermero. No está tan bueno como crees —bromeé volviendo al sillón, mientras me limpiaba las lágrimas.

—Ese te lo dejo para ti, así te vas olvidando de tu ex.

—Eso ha sido un golpe bajo, tía —me quejé recordando las innumerables veces que me había aconsejado que no volviera a verlo. Hacía meses que habíamos dado por terminada nuestra relación, aunque aún seguíamos viéndonos para confraternizar de manera horizontal y recordar viejos tiempos—. Te aseguro que no quedaría con él si fuera sencillo dar con alguien decente y normal; no sabes lo complicado que está lo de ligar hoy día —me defendí haciendo una mueca que logró curvar sus labios.

—Más vale malo conocido, que bueno por conocer.

Asentí al ver que lo había entendido.

—Entonces comprenderás que te pida que entregues ese último sobre.

Entre las lágrimas y la referencia a mi ex aún no había reparado en el sobre que había detrás del de Balbi. Lo sujetaba en la mano con la idea de guardarlo en el bolso, pensando que era para mí. Aunque mi sorpresa fue ver que no era mi nombre el que estaba escrito en tinta azul, sino el de Louis Bourdieu.

—Debe ser una broma —mascullé furiosa al saber lo que pretendía.

—Necesito que lo encuentres. Debe saber que tiene una hija. Y Balbi necesitará conocer a su padre algún día.

Esa parte era la que más me dolía de todas. Pese a que hasta esa mañana era una chica joven sin ataduras, pese a no saber si sabría o no ejercer como madre, ni el tiempo que me llevaría asimilarlo, había aceptado convertirme en la madre de Balbi. Pero lo que nunca esperé fue que, después de aceptar todo eso, tuviera que buscar al único culpable de separarme de ella.

Balbi era fruto de un amor de verano, de una corta relación que mi hermana tuvo con el tal Louis, un belga al que conoció en Benidorm y del que se enamoró hasta perder la razón. Así era ella, una enamoradiza que se dejaba llevar por lo que ella creía que era amor.

—No pienso hacerlo —defendí dejando el sobre sobre la mesita, incapaz de sostenerlo por más tiempo en mis manos. Aquel papel quemaba como lo hacía mi sangre. Podía notar cómo fluía como una colada de lava por cada parte de mi cuerpo, abrasándome a cada paso.

—Necesito que le entregues este sobre, Guada. Hazlo por mí.

—Todo lo que estoy haciendo es por ti y por ella —argumenté dirigiendo la vista hacia la cuna de Balbi—. Pero no puedes pedirme que hable con ese malnacido.

—Él no tiene la culpa.

—No imaginas lo que me duele que lo defiendas después de lo que te ha hecho.

—Balbi es una bendición, si te refieres a eso.

—No lo digo por ella —me apresuré a aclarar—. Pero él es el culpable de que tú…

No pude acabar la frase. Pronunciarlo en voz alta resultaba demasiado doloroso, por muy fuerte que ella me creyese.

—Fue consentido entre los dos, ambos somos responsables de que me quedara embarazada.

—Y por eso se largó —farfullé.

—Tuvo que irse a su país, como yo hubiera regresado al mío.

—Deja de protegerlo. Se largó sin darte ninguna explicación y sin molestarse en despedirse. Se desentendió de todo, no volvió a llamarte y nunca supiste nada de él. ¿También vas a excusar eso?

—No, esa parte no —admitió bajando la vista, con el dolor empañando su voz.

—Si no quiso saber nada de ti, ¿por qué piensas que le importará saber que tiene una hija?

—Porque no lo sabe. Tú sabes tan bien como yo que no he podido localizarlo.

Gema tenía razón. Llevábamos meses buscándolo en todas las redes sociales, y no había ni rastro de él en ninguna parte. Era como un fantasma, como si nunca hubiera existido, aunque la prueba de que había sido real dormía en la cunita que teníamos a nuestro lado. Mi hermana solo tenía una foto de ellos juntos, la única que él le permitió hacerse. El muy sinvergüenza no le había dejado ni un número de teléfono, ni una dirección donde localizarlo. Estaba claro que su intención había sido aprovecharse de ella y desaparecer para siempre sin dejar rastro.

Gema lo excusaba alegando que era su estrella quien la había arrastrado hasta allí y no el padre de la niña. Pero, para mí, que a mi hermana pudieran quedarle apenas unas horas de vida, solo había un responsable. Se llamaba Louis, era belga, y lo odiaba con todas mis fuerzas.

Medité sobre su petición durante unos segundos. Me costó la vida pensar en él sin desearle todo lo peor, porque él era el responsable de que mi hermana se lo jugara todo a una sola carta. Había sufrido ya dos operaciones en apenas seis días, y esa misma tarde volvía a entrar en quirófano por última vez. Los médicos ya nos habían advertido, y que sobreviviera a la operación solo estaba en manos del destino.

—¿Qué te hace pensar que voy a dar con él? —le pregunté ya más calmada.

—Ya te lo he dicho, eres más lista que yo.

—No te prometo nada.

—Mi fantasma te perseguirá durante el resto de tu vida si no lo haces —se mofó poniendo la voz grave.

—¿Bromeando, señorita Adsuar?

—Ya ves, yo también sé hacerlo cuando me lo propongo.

Las dos nos echamos a reír. Hacía demasiado tiempo que no lo hacíamos.

Por suerte, guardo en mi memoria aquella imagen, porque esa tarde fue la última vez que la vi hacerlo.

 

 






García de Saura

Autora Novela Romántica





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