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MI NAPOLEƓN Y SUS BUENAS PARTES

¿Qué puede pasar si en tu familia, durante generaciones, se ha odiado a los franceses, y tú acabas metiendo a uno en casa?

Siempre había sido la oveja negra, pero juro que mi inscripción al intercambio con alguien de Francia fue fruto de un simple error de cálculo.

Aunque el mayor desafío no fue tener que enfrentarme a lo que había hecho, sino tener que tragarlo a él, a Mattew, un parisino arrogante que me declaró la guerra nada más llegar.

¡No sabía con quién se había metido!

Me entregué a la batalla dispuesta a darle una buena lección. Nada de lo que hiciera le haría alzarse con la victoria, por muy detallista, apuesto, elegante, atractivo o endiabladamente sexy que fuese el muy condenado. Yo ni siquiera creía en eso del amor, así que estaba a salvo.

O no…

 

 

Mi Napoleón y sus buenas partes (nueva versión de “Aquí le echamos muchos huevos… a la tortilla).








Lee el primer capítulo

Prólogo

Supuse que ese verano sería como todos los anteriores, y que al acabar el curso nos iríamos dos semanas a visitar cualquier punto de España, algo muy habitual en mi particular familia.

Pero estaba equivocada.

Ese verano no solo iba a ser distinto al de otros años, sino que, contra todo pronóstico, cambiaría mi vida… para siempre.

 

 

Capítulo 1

Después de discutir una vez más con Curro, mi pequeño, rubio y revoltoso hermano, por haber entrado a mi cuarto y cogerme mis cosas, me fui al baño para darme un ligero retoque. Apenas solía maquillarme y tampoco podía entretenerme demasiado porque había quedado con Ainhoa, mi mejor amiga, y ya llegaba tarde.

De camino a la cocina para beber un poco de agua antes de marcharme, me encontré a mi padre en el salón, dando vueltas en círculos, mientras mantenía una acalorada conversación con el móvil pegado a la oreja.

—¿Otra vez lo mandan al país vecino? —le pregunté a mi abuela en un susurro, al encontrármela rellenando el frutero con piezas que había sacado de la nevera.

Ella vivía con nosotros desde que una maldita enfermedad nos arrebatara a mi madre, hacía ya más de seis años. ¡Cómo la echaba de menos! Por aquel entonces, Curro apenas tenía dos años, y gracias al cuidado y el cariño de Isabel, nuestra abuela paterna, logramos salir adelante y acercarnos a lo que venía siendo una familia normal.

Pero ni siquiera su amor logró que mi padre, camionero de profesión, lograse perder su indestructible, incalculable e infinito odio a los franceses y a Francia.

—Me temo que sí, y ya sabes lo que eso significa —respondió mi abuela.

—¿Crees que será necesario taparnos los oídos esta vez? —me mofé.

—Espera que lo mire —advirtió asomándose por la ventana que unía ambas estancias—. ¡Oh, oh! —añadió.

Curiosa, me coloqué a su lado para cotillear también.

—¡Podrías mandar a Manuel! —gritaba mi padre, entre otras muchas lindezas.

—Se está poniendo colorado, mal vamos —advertí en voz baja para que solo me oyera mi abuela.

—¡No he dicho que no quiera ir!...

Buenooo, ya se empieza a inflar —cuchicheó mi abuela.

—¡El tres ejes está en la nave muerto de risa!...

—Mira cómo le cae el sudor —me indicó dándome con el codo.

—¡Sí, llevo mercancía para Irún!…

—Va a explotar de un momento a otro.

—¡Está bien, subo ahora a cargar! ¡Adiós! —se despidió mi padre con rabia justo antes de terminar la llamada.

—Corre que no nos vea —me apresuró mi abuela para que nos apartáramos de la ventana—. Comienza el pregón en tres, dos, uno…

—¡¡¡Joder, mierda, capullo…!!!

Mi padre siguió dándolo todo a pleno pulmón, descargando todo lo que le venía a la mente y despotricando acerca de los franceses, mientras mi abuela y yo lo escuchábamos escondidas, muertas de la risa. Al principio, verlo dando aquellos gritos nos asustaba, pero con el paso del tiempo nos habíamos acostumbrado y nos lo tomábamos con humor.

La aversión que los hombres de mi familia paterna tenían hacia los vecinos galos, se remontaba a dos siglos atrás, concretamente, a la guerra de la Independencia española. Torrero, barrio al que perteneció mi familia, fue un punto clave en esa época, destacando por su gran oposición y resistencia contra el ejército de Napoleón. Según nos habían contado un millar de veces, un antepasado nuestro, mi tataratatarabuelo, encabezaba uno de los grupos de resistencia del alto Aragón. La anécdota de su acción heroica pasó de padres a hijos, y con ella el odio hacia los franceses.

Pero la cosa no quedó ahí. Por si no fuera suficiente haber mamado desde pequeño esta «tradición», mi padre, uno de los chóferes más veteranos de Transportes Maños, S. L., no tuvo más remedio que visitar y pisar suelo francés en su primer viaje al extranjero, cuando la empresa comenzó a expandirse, y a exportar e importar mercancía de la Unión Europea. Por aquel entonces los conflictos con los ganaderos galos estaban en su momento más álgido y, pese a la negativa de mi padre por hacer aquel fatídico porte, finalmente no tuvo más remedio que ir. Para su sorpresa y la de todos, nada más cruzar la frontera, los ganaderos lograron paralizar su camión y acabaron volcándolo, derramando así todo lo que cargaba en su interior sobre la carretera. Desde ese día, su odio aumentó, convirtiéndose en desprecio, fobia e incluso inquina hacia los vecinos franceses. El trabajo lo obligaba a tener que visitarlos en más de una ocasión y, a pesar de que los conflictos en la frontera parecían haberse solucionado, él no conseguía disminuir ni un ápice el «cariño» tan especial que les tenía.

—¡¡¡Hostias, joder…!!!

—Eso ya lo has dicho —le reprochó mi abuela, saliendo a su encuentro.

—Y lo repito cada vez que quiera: ¡¡¡Joder!!!

—Paco, para ya de decir tacos y relájate —le pidió.

—¡Estoy en mi casa y digo lo que me sale de los huev…

—¡Paco!

—¿Qué? —se le encaró mi padre.

—¡Vale ya! Te ha mandado tu jefe que vayas, y vas. Supera ya de una vez lo que te pasó en tu primer viaje. Desde entonces has ido varias veces y nunca te ha pasado nada.

—Cómo se nota que tú no estabas allí —defendió él.

—Lo has contado tantas veces que es como si hubiera estado.

—¡No puedo con ellos, mamá!

—No tienes que tomarlos.

—¿Encima cachondeo?

—Paco, por favor. Deja ya el temita, y vete, que llegas tarde.

—Ya me voy, pero antes tengo que cagar.

—¡Maica, tápate los oídos! —me advirtió mi abuela al verme aparecer en el salón.

—¡¡¡Me cago en los putos franchutes!!! —remató mi padre justo antes de salir por la puerta, dando un tremendo portazo.

Así era mi familia.

Tras despedirme de mi abuela, yo también marché. Era el último día de clase y había quedado en la cafetería de la facultad con Ainhoa.

Ella era mi mejor amiga. Nos conocimos en el instituto y desde entonces nos convertimos en inseparables. Tanto, que hasta nos graduamos juntas en Química. Ainhoa y yo éramos como hermanas y coincidíamos en todo, excepto en el físico. Ella era rubia, con los ojos azules, la piel clara y las piernas largas. Yo, en cambio, era todo lo contrario. Había heredado el cuerpo y los genes de mi madre, siendo la única bajita y morena de la familia.

Pero si algo nos caracterizaba a Ainhoa y a mí era nuestra innata capacidad para meternos en líos. En la universidad casi todo el mundo nos conocía, e incluso teníamos un mote que nos pusieron desde el primer año de carrera: Zipi y Zape, como los personajes de cómic de José Escobar. Siempre nos las ingeniábamos para crear excusas que nos libraran de las clases, inventarnos eventos u organizar huelgas por cualquier motivo, lo que nos llevó a graduarnos más tarde de lo habitual y a ser «invitadas» al despacho del decano de la facultad con bastante frecuencia.

Ya en la cafetería de la facultad, Ainhoa y yo fuimos saludando y despidiéndonos de los compañeros con los que nos cruzábamos. Incluso del decano, que pasó por nuestra mesa y nos confesó que con nuestras trastadas le habíamos dado vidilla, y que en el fondo nos echaría de menos. Nos hizo prometer que mantendríamos en secreto aquella confesión, y nos despedimos de él con cierta nostalgia.

—Tía, aún no me puedo creer que se acabe esta etapa de nuestra vida —comenté girando mi vaso de Coca-Cola mientras lo observaba marcharse.

—Yo tampoco —murmuró Ainhoa.

—No es el final de las clases. ¡Es el final de una era! —apunté.

—Se acabaron las fiestas.

—Se acabaron los desmadres.

—Se acabaron las largas noches en vela estudiando.

—Eh, brindo por eso —la interrumpí alzando mi vaso.

—Joder, y yo también —se unió chocando el suyo con el mío.

A media mañana, y con media universidad saludada, nos pedimos nuestro último refresco y nos marchamos de la cafetería para dirigirnos a uno de nuestros lugares favoritos: el mirador. No es que existiera ninguno en el recinto, pero era como nosotras llamábamos a un trocito de césped, sobre el que nos sentábamos a mirar a los chicos que corrían en la pista de atletismo que hay en la parte trasera del edificio de la Facultad de Ciencias.

—Esto sí que lo voy a echar de menos —comentó Ainhoa nada más dejar caer su pandero sobre el mullido césped.

—Y que lo digas. Con lo que te gusta a ti enamorarte y desenamorarte con facilidad.

—No me lo recuerdes —se quejó inclinando la cabeza mientras arrancaba una hoja de césped—. Para ti es fácil, siempre has pasado de los tíos. Sí, ya sé lo que me vas a decir —añadió cambiando el tono de voz—, que somos fuertes e independientes, y que no los necesitamos para lograr nuestras metas.

—Chica lista —celebré.

—Tía, en serio. Tú eres de otro planeta o los extraterrestres te abdujeron una noche de luna llena, porque no es normal que no te hayas enamorado realmente de ninguno en todos los años que te conozco.

—Ninguno merecía la pena, créeme.

—¿Cómo, que no? Hemos conocido a más de un semental, y lo sabes.

—Tú lo has dicho, sementales. Su capacidad y relevancia se reducen a un mero trámite de intercambio de placeres y fluidos.

—¡Ya salió la química! Maica, hay cosas que la ciencia no puede explicar, ¿lo sabías?

—Tienes razón —admití—. Por más décadas que el ser humano lleve investigando, nadie ha podido averiguar a qué se debe que exista tanto gilipollas.

—Algún día te enamorarás y verás que el amor es algo que escapa a la ciencia —puntualizó.

—¡Ya estuve enamorada! —defendí.

—Sí, de un tubo de ensayo.

—¿A que son guapos? —me mofé alzando las cejas—. Siempre dispuestos, erectos y transparentes. ¿Qué más se puede pedir?

—Tú ríete, pero ese día llegará, te veré poner cara de tonta y no tendrás más remedio que darme la razón.

—Eso pasará el día que mi padre quiera a los franceses, o sea, nunca —aclaré—. Ainhoa, aunque nos gusten las novelas románticas, lo que reflejan es pura ficción. Estoy segura de que más de una ha confundido un rugir de tripas con mariposas en el estómago.

—A veces la realidad supera la ficción —insistió.

—¿De verdad crees que un hombre puede hacerte doblar la rodilla y levantar un pie por un simple beso? ¡No me hagas reír!

—Cuando se hace algo así, no es por un simple beso —justificó.

—Joder, Ainhoa, hablas como si lo hubieses vivido y, hasta donde yo sé, no se ha dado el caso.

—Aún no, pero todo se andará.

—Baja de las nubes, piloto, que el tortazo que te puedes dar no es pequeño —me burlé sabiendo que nada de cuanto dijese me haría cambiar de opinión.

—Tú ríete, pero algún día te comerás tus propias palabras. Y yo seré testigo de ello.

A mediodía, y ya en la puerta del complejo, a Ainhoa y a mí nos invadió la nostalgia. De espaldas a la calle, nos habíamos girado para echar un último vistazo a aquel lugar que tanto nos había dado y del que guardábamos memorables recuerdos. Había aguantado durante toda la mañana, pero en aquel instante sentí el escozor que tenía en los ojos.

—¡Tengo una idea! —gritó de pronto.

—Joder, Ainhoa, avisa —la reñí llevándome la mano al corazón por el micro-infarto que me había provocado.

—Lo siento. Es que me he venido arriba porque es muy buena —aseguró.

—Sea lo que sea, ¡me apunto!

—¿Qué te parece si alargamos aún más esta despedida?

—Tía, no pienso atarme a un árbol —puntualicé.

—¿Tienes prisa por empezar a trabajar o te apetece que convirtamos este verano en el colofón y traca final de esto?

—¡Soy tu chica! ¿A qué playa nos vamos? —celebré.

—¿Qué te parece a una isla? —planteó con sonrisa ladina.

—Te recuerdo que aún somos estudiantes —apostillé reflexionando sobre la cantidad de dinero que nos costaría escaparnos a Ibiza.

—¿Qué parte de muy buena no has entendido? Ven conmigo.

En apenas unos minutos estábamos de vuelta en el complejo, pero esta vez en uno de los lugares que menos habíamos visitado en años: la biblioteca.

—¿Y dices que es gratis? —cuestioné.

—Como el aire que respiras. Mira, aquí lo pone —indicó señalando la pantalla del ordenador—. Es un programa pionero subvencionado por la Unión Europea, un intercambio entre países miembros, llevado a cabo por los ayuntamientos participantes.

—¿Y desde cuándo sabes tú esto?

—No lo recuerdo muy bien, pero eso ahora no importa —se excusó.

—Según dice aquí, el intercambio es para fomentar la colaboración entre ciudades, aprender el idioma y las costumbres.

—¡Exacto! Una persona vendría a nuestra casa y luego nosotras a la suya. ¡Y gratis!

—No me lo puedo creer. ¡Es un sueño hecho realidad! —celebré sin poder asumir aún que tuviésemos tanta suerte.

—¡Tía, que nos vamos a Londres! —gritó cogiéndome del brazo y balanceándome.

La bibliotecaria nos llamó la atención, pese a que éramos las únicas que estábamos en la sala.

—¡Mierda! —solté.

—Pasa de ella, no le hagas caso.

—No lo digo por ella, sino por esto —advertí señalando al final del artículo que mostraba la pantalla—. El plazo para inscribirse acaba hoy mismo, exactamente dentro de cinco minutos.

—¡No fastidies! Dame el ratón —exigió, arrancándomelo literal de la mano—. Ainhoa García… calle…

—Date prisa, que no llegamos —alenté. Tenía el corazón en un puño.

—¡Calla, que no me concentro! Escalera segunda…

—Para esto dijeron que debíamos aprender a escribir a máquina. ¡La madre que los parió!

—¡Me estás poniendo nerviosa! —me riñó—. Segundo, izquierda…

—Pon un dos, no hace falta que pongas segundo.

—¿Te quieres callar? Puerta B… ¡Listo, te toca!

—Pero, ¡¿qué haces?! ¡¿Para qué cierras la pestaña?! —la increpé.

—Joder, la costumbre —se excusó.

De nuevo la bibliotecaria siseó para que bajásemos la voz. Como si eso fuese posible con lo que nos jugábamos.

—Trae. Me toca —dije quitándole el ratón.

—Corre —me advirtió Ainhoa.

—Habló doña tortuga —defendí sin parar de pinchar para abrir una nueva solicitud.

—Queda un minuto, ¡date prisa! —insistió poniéndome aún más nerviosa.

—Así no me puedo concentrar. Maica Ruíz…

—Ahora sabes lo que es escribir bajo presión —me reprochó—. Cuarenta segundos.

—Tú has tardado cuatro minutos, y me has dejado las sobras. Segundo, izquierda…

—¿Qué haces? Si tú vives en el tercero. La del segundo soy yo.

—¡Joder, ya no sé ni lo que hago! Tercero, derecha…

—Veinte segundos.

—¡Cállate o te callo! —la advertí—. Puerta C… Zaragoza…

—¡Cinco segundos!

«La madre que la parió».

—España… ¡Listo! —celebré alzando los brazos, dejándome caer la espalda en el respaldo de la silla.

Resoplé y quise celebrarlo con ella, cuando me di cuenta de que se había quedado blanca como el papel.

—Tía, ¿qué te pasa? ¿Es que no he llegado a tiempo? —demandé mirando el reloj de la pantalla.

—Sí, pero no —respondió.

—En cristiano, si no te importa —le exigí.

—Has llegado a tiempo de inscribirte, pero no vas a llegar a tiempo de huir del país.

—¿Te has vuelto loca? ¿Por qué tendría que…?

No pude acabar la frase. Al ver a qué se refería me quedé aún más pajiza que ella.

—Maica, respira —me animó—. Toma aire y expúlsalo, es fácil, nos lo enseñan desde que nacemos.

Su voz llegaba hasta mi cerebro, pero mi cuerpo se negaba a obedecer. Me quedé allí plantada, sin moverme, como una estatua, y con la mirada perdida hacia algún punto de la mesa.

—Igual hay algo que podamos hacer —murmuró mientras aporreaba el teclado, y abría y cerraba pestañas sin parar con el ratón. 

—Necesito salir de aquí —solté de pronto.

Ainhoa me cogió del brazo y me ayudó a salir de la biblioteca. No sé muy bien cómo llegamos ni cuánto tardamos en llegar a la puerta del complejo, pero una vez allí el sonido de la bocina de un coche me hizo reaccionar y que volviera a la realidad. Solo entonces cogí aire para gritar a pleno pulmón.

Me había inscrito para un intercambio a Francia, y me permití ¡cagarme en Napoleón!






García de Saura

Autora Novela Romántica





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