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SOÑANDO A LO GRANDE, PENSANDO A "LO CHICO" (Digital)
Un relato fresco, con un toque de cuento de hadas, que conectará con las lectoras que aprecian las historias divertidas y románticas.

SINOPSIS:

Marga es una romántica empedernida que desea encontrar a su príncipe azul para tener su «felices para siempre», igual que sucede en sus adoradas novelas románticas. Chema es un hombre práctico y no cree en eso del destino o el amor, sino en vivir al día.

¿Qué sucede cuando los sueños y la realidad se enfrentan una y otra vez sin poder hacer nada para evitarlo?

¿Conseguirá Marga besar a un príncipe o se conformará con un sapo? Y, Chema, ¿logrará creer enel amor?

 

FICHA TÉCNICA:

Fecha de publicación: 10/11/2016. 2ª edición: junio 2023.
100 páginas
Idioma: Español
ISBN: 978-84-08-16279-7
Código: 10167727
Presentación: Epub 2
Colección: Romántica erótica

FORMATO PAPEL:
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IMÁGENES
OPINIONES de los lectores Soñando a lo grande, pensando a "lo chico"
10/11/2016


Lee el primer capítulo

CAPÍTULO 1
Marga

¡¡El avión por fin ha aterrizado!! Pongo un pie en el finger y respiro el maravilloso y contaminado aire de Madrid. ¡¡Sí!! ¡Ya estoy en la capital! ¡El principio del fin de mi soltería! Ahora voy a tener la ocasión de conseguir lo que he anhelado durante tantos añosssssss... ¿Qué es, os preguntaréis? Pues encontrar a ese príncipe azul que llevo treinta y dos años esperando en mi pequeña isla... No dejo de preguntarme, mientras camino con un poco de temblor en las piernas, cuántas oportunidades me aguardan en la gran ciudad. Sé que no debo hacerlo, que el amor tiene que ser algo inesperado y fantástico, algo que no se planea para que resulte superromántico... pero no puedo evitar mirar en todas direcciones buscando a mi hombre ideal, porque si hay algo que tengo claro es que no me voy a conformar con menos. Quiero un príncipe azul; bueno, lo del título nobiliario es negociable, puede ser duque, conde, estrella de cine... ¡Sí! Un galán de cine que se enamora de la mujer sencilla pero encantadora que llega a la gran metrópoli, como en las historias de mis libros...
Miro entre la multitud a la vez que leo con atención todas las indicaciones del aeropuerto; la T4 es monstruosamente grande, nada que ver con el aeropuerto de Fuerteventura. Al menos, el vuelo ha sido directo y he tardado poco más de dos horas en llegar. Por fin, entre la abrumadora muchedumbre, vislumbro la melena oscura y los ojos grises de mi amiga.
—¡¡Grisel!! —grito emocionada por verla de nuevo; la última vez fue hace... ¿dos años?
—¡¡Marga!! —grita a su vez.
Camino todo lo deprisa que puedo con mis zapatos de tacón, que sólo uso en las ocasiones especiales; llevo una falda de pliegues, verde oscura y con pequeñas margaritas amarillas y blancas estampadas. Me encanta esta prenda porque, al andar, produce frufrú, como en las novelas de la época de la Regencia que tanto me gusta leer.
—¿Qué tal el vuelo? —pregunta apretándome fuerte entre sus delgados brazos.
—¡Bien! Bueno... bien.
—¿Nerviosa?
—¡Sí, claro!
—Vamos a salir fuera, aquí hay mucho ruido.
Asiento con la cabeza y, de la mano de mi amiga, echo a andar con un montón de sentimientos diferentes a cuestas, mientras percibo cómo me recorre por el cuerpo una especie de descarga eléctrica, de esas que se te cuelan por los dedos y, hasta que no imprime su marca por todo tu ser, no te abandona.
No dejo de pensar en todo lo que me espera y no puedo parar de sonreír. Grisel detiene su paso en una zona menos ruidosa, una cafetería en la que nos sentamos y pedimos un café. Necesito ponerme al día, y ella, imagino, también.
—¿Qué tal todo por la isla?
—Si quieres saber algo de alguien en concreto, dímelo.
—No quiero saber nada de nadie en concreto... —disimula.
—Grisel... no mientas; siempre que lo haces, te rascas la nariz de una forma muy descarada. Somos amigas desde...
—¿Siempre? —Sonríe.
—Exacto, y te conozco mejor que nadie. —Sé que pretende saber qué tal está su ex, pero quiero que sea ella quien lo pregunte.
—Está bien. ¿Qué tal está Airam?
—Bueno, está... —contesto.
—¿Está...?
—Sí, supongo que ha pasado página.
—¿Está saliendo con alguien?
—Sí, así es, pero no he logrado averiguar de quién se trata...
—Seguro que es la zorra de Yolaida...
—También lo he pensado. ¿Y tú? ¿Has pasado página aquí en Madrid?
—De momento me centro en trabajar, que ya es mucho, y, bueno, si algún dulce aparece, le hinco el diente. ¿Y qué me dices de ti? Cuéntame, ¿sigues...?
—Sí, sigo. ¡¡Siempre estás con lo mismo!!
—¡Es que me preocupa en qué estado lo tienes! Seguro que, si llamamos a un experto en antigüedades, lo declara patrimonio de la humanidad.
—¡¡Grisel!!
—¡Es verdad! ¿A cuántas mujeres conoces de tu edad que no hayan probado varón? ¡¿Que lo único que se haya colado entre sus piernas sea el agua del mar?! Ni un triste consolador ha paseado por ahí... Desde luego, debes tener una telaraña que ni Spiderman...
—¡Grisel...!
—No te preocupes, mi Margarita, que para eso estás aquí; vamos a lograr que encuentres a ese hombre que te vuelva loca.
—¡A mi príncipe! —suspiro.
—Eso es más difícil, pero, bueno, trataremos de dar con ese que te provoque tal calentura que te salgan ampollas en la boca sólo de pensar en él.
—Grisel, ahora en serio, ya sabes que quiero enamorarme antes de entregar mi preciada virginidad a alguien.
—Pareces sacada de una peli antigua.
—¿De esas románticas?
—Más bien de terror. Pero en Madrid nada es imposible; seguro que hay por ahí algún hombre que esté hecho especialmente para ti.
—¡Eso espero!
—Vamos a casa. Mañana hay que madrugar, empiezas en tu nuevo trabajo. ¿Nerviosa, Marga?
—Sí, sí que lo estoy, pero la ilusión es mayor. —Sonrío.
Llegamos al pequeño apartamento; no es gran cosa, pero resulta muy acogedor. Tiene dos habitaciones y un único baño; ya temo la de veces que me va a tocar hacer cola para entrar: Grisel jamás de los jamases sale a ninguna hora, ni por ningún motivo, sin estar perfectamente arreglada. Cenamos un bocadillo y nos vamos enseguida a la cama; estoy agotada, pero no por el viaje, sino por la cantidad de emociones que se empeñan en quedarse dentro de mi estómago y pasearse por mi cabeza. Sin poder conciliar el sueño, saco mi libro electrónico y continúo con la historia que estoy leyendo hasta que, finalmente, me quedo dormida.
Cuando me levanto, me sorprende ver que el baño está libre, y Grisel preparando café.
—Venga, dormilona: arréglate, que nos vamos al trabajo —apremia.
—¿De verdad crees que voy a hacerlo bien?
—¡Claro que sí! Eres la persona más...
—Más, ¿qué?
—Optimista, lo que te vendrá estupendamente a la hora de intentar vender el producto.
—De acuerdo, vamos a ello —digo y entro en el baño para ducharme.
Mientras el agua cae por mi suave piel, pienso en el trabajo. Grisel me ha conseguido un puesto de teleoperadora en una empresa de servicios móviles; debo atraer a clientes de otras compañías, para que se cambien a la que me ha contratado. No estoy segura de poder hacerlo bien, pero, bueno, se trata de vender por teléfono sin estar frente a alguien, por lo que debe de ser bastante fácil.
Después de vestirme y de tomar el café, Grisel me deja frente al edificio de mi nueva oficina y se marcha a trabajar.
En la puerta, sola y sin conocer a nadie ni nada, una sensación de vacío me invade, como si quisiera tragarme entera, así que agarro mi falda rosa con tul en el dobladillo y muevo las piernas para escuchar el suave frufrú que siempre me calma.
«¡Vamos, tú puedes!», me digo para darme unos ánimos que han desaparecido misteriosamente.
Después de cinco minutos concienciándome de que todo irá bien, entro en la oficina y una chica de pelo corto, oscuro, y gafas redondeadas me recibe con una gran sonrisa.
—Hola, soy Sofía. ¿Eres Margarita?
—Sí, pero prefiero que me llames Marga, por favor —aclaro.
—Está bien, Marga; ven, te mostraré tu sitio.
Asiento sin decir nada más y observo con detenimiento la oficina: está separada en pequeñas cabinas cuadriculadas, hechas de un material que no reconozco, parecido al plástico, y dentro de cada una de ellas hay una mesa, un ordenador, un teléfono y unos auriculares. Todos los habitáculos son iguales, a diferencia de un número naranja que hay pegado en la pared de enfrente de cada uno de ellos.
—Bien, Marga, ése es tu número; cada vez que lo oigas, significa que te llaman.
—¿No me van a llamar por mi nombre?
—No; una vez que entres aquí, no serás Marga, serás Trece.
—Pero... ¿no puedo cambiar, al menos, de número?
—¿Por qué?
—Es que el trece da mala suerte... —confieso, pero enseguida me arrepiento. La mirada de Sofía es de esas de «¿de verdad me estás diciendo esto en tu primer día?»—. Está genial —continúo—. Me gusta el trece. Yo seré la que lo transforme en el número de la buena suerte.
—Perfecto. Éste es tu listado; debes llamar a los cincuenta clientes que aparecen, dentro de tu horario laboral. Aparte del sueldo base, ya te informo de que es un asco, se te dará una pequeña comisión por cada cliente captado, así que... ¡ánimo y al toro!
—Vale —digo mientras la veo alejarse.
Miro a mi alrededor y me sorprende comprobar que ni uno de mis compañeros ha levantado la cabeza para ver a la nueva. Debe de ser que cambian mucho de personal. Me siento en la silla, superincómoda, y me pongo los cascos; después, marco el primer número de la lista.
Espero a que alguien coja la llamada y, tras cuatro pitidos, la voz de una mujer, soñolienta, me contesta.
—¿Sí?
—Buenos días. ¿Me permite su nombre, por favor?
—¿Quién es?
—Soy Marga; la llamo para ofrecerle un cambio de compañía telefónica. ¿Está contenta con su actual proveedor?
—A ver, cielo: son las nueve de la mañana, he tenido un turno de noche de mierda en el hospital y... ¿me llamas a estas horas para decirme que cambie de compañía de teléfono?
—Lo siento, yo no... —No sé qué añadir, ¿qué se dice en estas ocasiones?
—Sois unos pesados con las insistentes llamadas. Ya os he dicho muchas veces que no me interesa y que me he adscrito a la lista Robinson, así que dile al gilipollas de tu jefe que se asegure antes de llamar la próxima vez.
—Va... le —balbuceo.
Cuelga el teléfono y me quedo triste. Noto cómo las lágrimas se acumulan en mis ojos, pero no quiero llorar, no me apetece que el maquillaje se corra por mi cara y me deje los ojos de mapache. Aprieto las manos con fuerza y sacudo la cabeza, a la vez que respiro profundamente para calmarme y tragarme las lágrimas.
No pasa nada, sólo ha sido la primera. El número que le sigue me gusta, acaba en veintidós; me entusiasma el veintidós... los dos patitos, una pareja de doses, dos corazones entrelazados... sí, definitivamente me gusta y, desde luego, he de entrarle al cliente de otra manera. Cierro los ojos y visualizo la conversación; sí, así mejor, ya me queda más claro lo que tengo que decir. ¡Allá voy! Marco los números y espero a que me contesten.
—¿Diga?
Cuando oigo la voz, me quedo clavada en el sitio; es suave, profunda y varonil, tanto que se cuela por mis oídos y hace que el vello de mi nuca se erice... Resulta sensual, es la voz que tienen los protagonistas de mis novelas en mi cabeza... ¡¡Sí!! ¡Es él! ¿Será la voz de un príncipe? ¿De un duque? ¿Un conde? ¿Quizá de un cantante? ¡Seguro que es un cantante superfamoso! Una sonrisa enorme se extiende por mi cara y noto cómo los pétalos de mi flor se humedecen al pensar en la posibilidad de haber encontrado, de forma inesperada y superromántica, al hombre de mi vida.


CAPÍTULO 2
Chema

Un día de éstos tiro el despertador por la puta ventana. Son las cinco y media de la mañana y apenas he sobado cuatro horas. Pero mereció la pena: la tía que me tiré anoche era un auténtico bombón, con las medidas perfectas, morenaza, con un culo duro y redondito y unas tetas prietas y... Joder, voy a darme una ducha fría o cabrearé al tonto de Fernando, mi mejor amigo y mayor tocapelotas que conozco.
—Hola, tío —me saludo a mí mismo al verme desnudo reflejado en el espejo que tengo en mi vestidor, justo al lado del baño.
No puedo evitar hacer mi ritual: de frente, de lado, apretando pectorales y sacando bíceps. ¡Hala, ya puedo ducharme tranquilo!
Mientras lo hago, pienso en las cosas que tengo pendientes: recortarme la barba, comprar cerveza y... joder, ya no recuerdo más. ¡Bah, qué más da! Si es importante, ya me vendrá a la cabeza.
Termino en el baño, me pongo la ropa de faena, cojo las llaves de la moto, las de casa, la cartera y, por supuesto, mi nuevo smartphone, un Samsung Galaxy S7 que me compré la semana pasada. Vivo de alquiler en un pequeño apartamento reformado; no soy tío de grandes lujos, pero mis caprichos no me los quita nadie: un buen sofá, un televisor de 46 pulgadas, la última consola que ha salido al mercado y un buen teléfono, libre y sin ataduras, como yo mismo.
Una vez que compruebo que lo llevo todo, pillo el casco que tengo en la entrada, salgo de casa y bajo en el ascensor hasta el garaje para recoger mi moto.
—¡Buenos días, guapa! —digo al verla en la plaza trece, mi número favorito.
Adoro las motos, pero lo mío con esta belleza de Naked Honda CB 900 F Hornet de cuatro cilindros y 919 centímetros cúbicos, de color negro, fue amor a primera vista. Nunca se la he dejado a nadie, ni pienso hacerlo; las motos son como las novias: ni se prestan ni las montan otros.
Aún no ha salido el sol cuando llego al bar donde cada mañana desayuno con Fernando, alias Capitán América.
—¡Menuda cara traes! —suelta nada más verme.
—¿Qué más te da a ti la cara que tenga? —pregunto sentándome a su lado en la barra.
—¿Qué? ¿Anoche hubo tema?
—No veas cómo estaba la tía.
—¡Qué suerte tienes, cabronazo! Lo que daría yo por volver a estar soltero.
—¿Y qué te lo impide? —digo con la boca llena, degustando el bocadillo que suelo comer aquí.
—Yo qué sé, tío. Supongo que me he acostumbrado a vivir en compañía.
—Cómprate un perro.
—Macho, tu romanticismo brilla por su ausencia.
—¿Quién necesita romanticismos hoy en día? A mí no me hacen falta esas chorradas.
—No te ha llegado la tía que te ponga las pilas, eso es todo.
—Funciono con batería, ¿recuerdas?
—Tío, eres incorregible —comenta sacudiendo levemente la cabeza.
—Tú sí que lo eres. Por un lado, te doy envidia, y por otro, me echas la bronca. ¡A ver si te aclaras!
—Porque lo ideal serían las dos cosas. Imagínate una mujer de calendario de lunes a viernes y, los fines de semana, libre como los pájaros.
—¿Está al tanto tu mujer de tu maravilloso plan? —me mofo.
—¡Eres un cabrón!
—Dime algo que no sepa.
—Pues, mira, sí que tengo algo que decirte. La mudanza que teníamos prevista para hoy se ha cancelado y en su lugar tenemos que ir a La Moraleja, a un chalet de mil cien metros cuadrados.
—¡Estás de coña! —exclamo tras casi atragantarme con el café con leche.
—Me temo que no. Estaba prevista para dentro de quince días, pero la mujer ha vendido la casa antes de lo que esperaba y tiene que mudarse lo antes posible.
—¡Joder, tío! Eso se avisa.
—Ya lo estoy haciendo, ja, ja, ja. Fue un cambio de última hora. Además, sabía que ibas a salir y pasé de estropearte la noche —confiesa sacando su cartera, para luego pagar la cuenta.
—Pero me hubiese acostado antes.
—¿Quieres decir que, en lugar de ligártela a las doce, lo hubieras hecho a las nueve?
—¡Vete a la mierda! —suelto dándole un golpe en el hombro, antes de despedirnos del dueño del bar y poner rumbo al almacén.
Llevo años trabajando para Fernando, desde que fundó su empresa de mudanzas. La idea le surgió una tarde que estábamos en el gimnasio. Llevaba meses en el paro y pensó en cómo hacer deporte y ganar dinero al mismo tiempo. En aquel momento me eché a reír por la ocurrencia, pero, al cabo de un par de meses, se presentó en mi casa comunicándome que le habían prestado el dinero para la financiación y ofreciéndome un puesto de trabajo muy bien remunerado. Fernando es muy perfeccionista, una virtud que a veces se transforma en defecto, pero que le llevó a convertir lo que parecía ser una estúpida idea en una reconocida empresa de mudanzas de Madrid. Hoy por hoy, tiene más de veinte empleados, una buena flota de vehículos y grúas, y una abultada cartera de clientes exclusivos de la capital.
Debido a nuestra amistad, que viene de largo, soy su segundo de a bordo. En más de una ocasión me ha ofrecido entrar a formar parte del negocio como socio, pero siempre he rechazado su propuesta, pues ser autónomo conlleva llevarte trabajo a casa y yo soy partidario de llevarme otro tipo de... trabajos.
Al llegar al chalet, me llama la atención que, en la puerta, nos congregamos casi toda la empresa, incluidos los tres camiones grandes y una grúa.
—¿Y este despliegue? —pregunto a Fernando sin que los demás compañeros puedan oírnos.
—La dueña es una señora mayor, así que adivina.
—¿La quiere en un día?
—Sí.
—¿Completa?
—Sí.
—¡Joder!
—Pues espera a saber lo mejor.
—Me estás empezando a tocar los huevos.
—Eso se lo dejo a tus amiguitas.
—¿Me lo vas a decir ya o tengo que sacártelo a golpes?
—Guarda las fuerzas, Iron Man. La señora se muda a un piso pequeño del centro, el resto va a la nave de los trasteros.
—¡Cojonudo!
—Venga, no te quejes, que al finalizar el día tendrás una recompensa.
—Sí, un cansancio de narices y dolor en todo el cuerpo.
—Y unos buenos músculos —se mofa antes de comenzar a dar las órdenes a todo el equipo.
Nada más entrar en la casa, me sorprendo al ver todo lo que hay en su interior. ¡Esto, más que una casa, parece el Museo del Prado! Hay muebles antiguos por todas partes, de varios tipos de maderas, épocas y tamaños. Las paredes están repletas de enormes cuadros con marcos excesivamente recargados y lacados en color dorado, por no hablar de las esculturas y las decenas de jarrones llenos de flores que hay en cada rincón. Y, por si no fuese suficiente, los armarios de los dormitorios y el vestidor principal están llenos de ropa y enseres personales.
—¡Joder! —no puedo evitar soltar al entrar en la enorme cocina y comprobar que es la guinda del pastel.
Vale, la tía que me ligué anoche estaba buena y el polvo que echamos no estuvo mal, pero hubiera preferido acostarme temprano de haber sabido lo que me esperaba. «¡Ésta me la vas a pagar, Fernandito!»
Los compañeros nos dividimos y dispersamos por toda la «mansión de los horrores»; yo estoy embalando figuritas de cristal delicado en el salón principal, cuando me suena el puto teléfono. ¡Mierda, es la tía que me tiré anoche! ¿Qué quiere ésta ahora? Tengo que dejar de dar mi número de móvil a diestro y siniestro.
—¡Hola, guapa! —disimulo que me alegra oírla. Acostumbro a llamarlas a todas así por dos razones: una, porque todas las chicas a las que me tiro lo son, y dos, porque no me suelo acordar de su nombre al día siguiente.
—¡Hola, Chema! ¿Qué tal has dormido? —¿Por qué todas las tías quieren saber cómo he dormido? Boca abajo, joder, como siempre.
—Bien, guapa. ¿Y tú? —Hago ver que me importa; eso les gusta a las tías.
—Estupendamente, pensando en ti. —¡Ya estamos!
—Vaya, sí que has estado ocupada.
—Y tú, ¿has pensado en mí?
—Nada más levantarme —miento, recordando mi momento ego frente al espejo.
—Ji, ji, ji. —Su risa cursi me pone de los nervios.
—Bueno, guapa, tengo que dejarte, estoy en mitad del trabajo.
—Perdona, no quería interrumpirte. Hablamos luego, ¿vale?
—Hoy lo voy a tener complicado. Tengo mucho curro.
—¿Y mañana? —Qué prisas tienen todas.
—Mira, guapa. Mejor te llamo yo, ¿te parece? Debo dejar resuelto el trabajo.
—Te estaré esperando, campeón. Que pases un buen día.
—Tú también. Adiós, guapa.
—Adiós.
—¿Qué les das, tío? —pregunta Fernando, burlándose de mí.
—¡A ti te lo voy a contar! —digo alzando las cejas y en tono vacilón, provocando las risas de ambos.
—Pues no me vendría mal, la verdad, que mi parienta siempre está con dolor de cabeza.
—¡No jodas!
—Exacto, no jodo todo lo que quisiera.
—Para que luego me hables de romanticismo y chorradas de ésas.
—Ya sabes que, en el fondo, siempre he sido un romántico.
—Ése es tu problema.
—Lo sé.
No pasan ni cinco minutos, cuando de nuevo vuelve a sonar mi teléfono.
—¡Coño, Chema! ¡A ver si nos centramos! —me reprocha mi amigo.
—¡Pero si son ellas! —me defiendo. Miro la pantalla y no reconozco el número—. No sé quién es. —Tras aceptar la llamada, me coloco el móvil en la oreja y respondo—: ¿Diga?
—Trae aquí ese teléfono —me apremia Fernando quitándomelo de las manos para coger él la llamada—. Has llamado al teléfono de Iron Man, en este momento no puede atenderte; deja tu mensaje después de la señal... piiiiiiiiiiiii —intenta imitar el pitido de un contestador antes de colgar y devolvérmelo.
—Ja, ja, ja. Como me hayas jodido un plan para mañana, te la cargas.
—Hablando de cargar, déjate de tanta tía y vamos a ir cargando esto al camión, que aún nos queda un largo día por delante.
—¡A sus órdenes, Capitán! —respondo entre risas, pero con la pequeña duda de saber quién sería la persona que me acababa de llamar.






García de Saura

Autora Novela Romántica





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